miércoles, 17 de octubre de 2012

                                               


                                            GÉNERO NARRATIVO

   CUENTO: es un texto narrativo escrito en prosa y de breve extensión.

                           CARACTERÍSTICAS  DEL CUENTO:

* BREVEDAD: acá es donde se centra  la característica del subgénero. Las palabras deben ser las adecuadas, precisas. No se debe agregar nada que desarrolle o amplíe más de lo estrictamente necesario. El lenguaje es conciso.

* TEMA: un solo tema.

* POCOS PERSONAJES: por su brevedad aparecen los personajes indispensables.

* DIÁLOGOS CONCRETOS/DESCRIPCIONES INTENSAS: como elementos narrativos.

* UNIDAD DE IMPULSO: la que determina la tensión del cuento y obliga al lector a leerlo de principio a fin de una sola vez.

                      NIVEL ESTRUCTURAL DEL CUENTO:

 ELEMENTOS DE LA NARRACIÓN: el cuento está constituído por - EXPOSICIÓN                                                                                                                                         -  NUDO
                                                                                                                                    - CLIMAX                                                                                                                                                 - DESENLACE

* EXPOSICIÓN: trata el planteamiento del tema, los antecedentes que ponen al lector en relación con la obra.

* NUDO: se da el desarrollo del problema, del conflicto.

* CLIMAX: es la parte de más tensión, nos lleva al punto culminante del relato.

*DESENLACE: se muestra el término de la historia.

Todo esto se da en un ambiente, espacio y en un tiempo que es el que dura la historia.

                                            EL NARRADOR

EL NARRADOR: es el punto de vista de cómo está hecha la narración. Puede estar dentro de la historia o fuera de ella. Por eso encontramos los siguientes tipos de narradores:

* NARRADOR PERSONAJE: el personaje principal narra las acciones en las cuales participa. Se involucra en la historia ya sea como protagonista o como personaje secundario. Puede narrar de manera autobiográfica, profundiza en su interior.

* NARRADOR TESTIGO: es el que narra la situación de su entorno, sin involucrarse en los hechos. También escribe en primera persona. Manifiesta su opinión de manera directa o sutil. Solo es testigo y no sabe los antecedentes de los hechos.

* NARRADOR OMNISCIENTE: es el que sabe todo de los personajes, hasta describe sus sentimientos y pensamientos. Anticipa la conducta de sus personajes. Se manifiesta a través del relato en tercera persona. Su intención es ser objetivo, suprimiendo el“YO”

                                              TRAMA:

Es el desarrollo detallado de las acciones de la obra, explicando minuciosamente las causas, motivos y consecuencias de los hechos presentados. Puede ser abierta o cerrada.

* ABIERTA: cuando presenta un final incierto, que se deja a la libre imaginación del lector.

* CERRADA: cuando tiene una historia precisa, con principio, nudo y desenlace y este último tiene un cierre delimitado.

                                          PERSONAJES:
Son quienes desarrollan los hechos o acontecimientos del relato. Realizan las acciones,  por eso se llaman actantes.

                          CLASIFICACIÓN DE LOS PERSONAJES:

* PRINCIPALES: realizan las acciones más importantes y alrededor de ellos gira la historia, desencadenan las acciones de la obra; las provocan y sufren las consecuencias.

* SECUNDARIOS: complementan las acciones llevadas a cabo por el personaje principal. Intervienen en acciones de menor importancia.

* AMBIENTALES: forman parte del lugar, de la escenografía  o del ambiente. No desempeñan un papel importante.

* INCIDENTALES: aparecen en ciertas ocasiones. Se presentan una sola vez.

También encontramos personajes TIPO: su manera de ser la conservan de principio a fin del relato. Generalmente son un modelo de la sociedad, por ejemplo, la vecina entrometida, el traidor, el alcahuete, el borracho, etc.

Y los personajes COMPLEJOS: que tienen un comportamiento irregular, variable, impredecibles. Cambian a lo largo de la obra.


                                               * * * * * * * * * 


                                   Horacio Quiroga
                                                       (1879-1937)

                                       "A LA DERIVA" -  texto-
                    ("Cuentos de amor, de locura y de muerte" (1917)


      El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
         El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
         El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
         El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
         Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
         —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
         Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
         —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
         —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
         —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
         La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
         —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
         Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
         Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
         El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
         La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
         La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
         —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
         —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
         El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
         El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
         El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
         El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
         ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
         Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
         De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
         Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
         El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
         —Un jueves...
         Y cesó de respirar.
                                              
                                                        fin   

                                               * * * * *                                                                                                                                                                                            
                          

            Análisis del cuento:"A la deriva" 

 TemaDificultad de vivir en un medio (la selva) hostil y complicado. El hombre busca vivir, lucha por la vida, ya que cada avance de muerte es seguido por un intento del hombre para no morir. Título: El título es emblemático, ya que la canoa queda a la deriva, y también simbólico,porque el hombre está a la deriva de su muerte (cuando lo muerde la víbora queda a la deriva de su muerte). Estructura: 
1. La mordedura y las primeras reacciones - Planteo.
2. El Rancho - Desarrollo
3. La canoa (Alves, Descripción del Panamá y Mejoría) - Desarrollo
4. Muerte - Desenlace 
 
No empieza con una ubicación (espacio, tiempo, personajes), es
 diferente a los tradicionales.
Es un comienzo abrupto, nosotros no sabemos quién es el personaje, 
¿dónde está?, ¿cuándo fue?. Sólo sabemos que lo mordió la víbora.Al empezar leyendo "El hombre pisó algo blanduzco"..., ya de por sí nos sorprende, porque lo que menos esperábamos es que el cuento empiece con el problema, es por eso que quedamos directamente enlugar de Paulino.Paulino ante esta situación, mató a la víbora (fue lo primero que hizo), y todo lo que "el hombre" hizo tuvo que ser muy rápido.El escritor de este cuento, usó el diminutivo de gotas: "gotitas", ya que reduce la relevancia importancia, pero éstas esconden la muertedel personaje. El autor usa el contraste entre la apariencia (que usa el diminutivo para que sea algo insignificante) y la realidad, que es la muerte, y que no es muy insignificante. Esto quiere decir que no parece nada peligroso pero estas "gotitas" lo llevarán a la muerte.Además, el autor usó todos los verbos (vió, pasó, sintió, saltó, sacó, se bajó) en pretérito perfecto, son verbos que pasaron una vez y fueron muy rápidos. Paulino hace una acción atrás de otra y son muy puntuales, sirven para dar rapidez y urgencia al personaje.Los tres primero párrafos empiezan con "EL HOMBRE".... Es decir que solo su esposa lo llama Paulino, el narrador lo llama "el hombre" y no Paulino, para que sepamos que a todos nos puede pasar, no solo a paulino; da sensación de que ese personaje somos todos, es igual al comienzo abrupto, el escritor quiere que nuevamente nos pongamos en lugar del personaje.
                                                            * * * * * 



                    H.  QUIROGA: "LOS DESTERRADOS" - texto-

Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlextraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto.
En los tiempos heroicos del obraje y la yerbamate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después. Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick,y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford. A la misma época pertenece el cacique Pedrito,cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones.
 Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:
La Traviata... Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59...
Naturalmente, ni aun en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color. Pero en las primeras avanzadas de la civilización al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada despreciables, cuando los obrajes y campamentos de yerba del Guayra se abastecían por medio de grandes lanchones izados durante meses y meses a la sirga contra una corriente de Infierno, y hundidos hasta la borda bajo el peso de mercancías averiadas, charques, mulas y hombres, que a su vez tiraban como forzados, y que alguna vez regresaron sólo sobre diez tacuaras a la deriva, dejando a la embarcación en el más grande silencio.
De estos primeros mensús formó parte el negro Joâo Pedro, uno de los tipos de aquella época que alcanzaron hasta nosotros. Joâo Pedro había desembocado un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre la rodilla,y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños en el mismo estado que su jefe.
En aquel tiempo –como ahora– el Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución, hordas fugitivas cuyos machetes no siempre concluían de enjugarse en tierra extranjera. Joâo Pedro, mísero soldado, debía a su gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones, y después de semanas de bosque virgen que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones, los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas albeantes hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.
Sin motivos de unión ya, los hombres se desbandaron. Joâo Pedro remontó el Paraná hasta los obrajes, donde actuó breve tiempo, sin mayores peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último, porque cuando un tiempo después Joâo Pedro acompañó a un agrimensor hasta el interior de la selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el relato del viaje:
–Después tivemos um disgusto... E dos dois, volvió um solo.
Durante algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en los pastizales de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita para cebar los barreros de caza, y atraer tigres. El propietario 
notó al fin que sus terneras morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para cazar tigres, y tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en el momento; pero al día siguiente los pobladores hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado a machetazos, como quien cancha yerba de plano.
También esta vez fue breve la confidencia de nuestro hombre:
–Olvidóse de que eu era home como ele... E canchei o francéis.
El propietario era italiano; pero lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por Joâo Pedro era entonces genérica para todos los extranjeros. Años después, y sin
 motivo alguno que explique el cambio de país, hallamos al ex general dirigiéndose a una estancia del Ibera cuyo dueño gozaba fama de pagar de extraño modo a los peones que reclamaban su sueldo.
Joâo Pedro ofreció sus servicios, que el estanciero aceptó en estos términos:
–A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura.
 No te olvidés de venir acobrar a fin de mes.
Joâo Pedro salió mirándolo de reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño dela estancia le dijo:
–Tendé la mano, negro, y apretá fuerte.
Y abriendo el cajón de la mesa, le descargó encima el revólver .Joâo Pedro salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta lograr hundirse en una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los camalotes y pajas, pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el centro como un cono. 
Guareciéndose tras él, el brasileño esperó, atisbando a su patrón con un ojo.
–No te movás, moreno –le gritó el otro, que había concluido sus municiones. Joâo Pedro no se movió, pues tras él el Ibera borbotaba hasta el Infinito. Y cuando asomó de nuevo la nariz, vio a su patrón que regresaba al galope con el winchester cogido por el medio. Comenzó entonces para el brasileño una prolija tarea, pues el otro corría a caballo buscando hacer blanco en el negro, y éste giraba a la par alrededor del tacurú, esquivando el tiro.
–Ahí va tu sueldo, macaco –gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba en pedazos.
Llegó un momento en que Joâo Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró, silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.
En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura.
 Dichos peones llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos. Pero como no podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos a la suerte el cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro Joâo Pedro, quien se encaminó por segunda veza la estancia, montado en una mula.
Felizmente –pues ni uno ni otro desdeñaban la entrevista–, el peón y su patrón se encontraron; éste con su revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina.
 Ambos detuvieron sus cabalgaduras a veinte metros.
–Está bien, moreno –dijo el patrón–. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar en seguida.
–Eu vengo –respondió Joâo Pedro– a quitar a vocé de en medio.
 Atire vocé primeiro, e nao erre.
–Me gusta, macaco. Sujétate entonces bien las motas...
–Atire.
–¿Pois nao? –dijo aquél.
–Pois é –asintió el negro, sacando la pistola.
El estanciero apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo.
El otro tipo pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también brasileño, como lo fueron casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le conoció siempre por Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro alguno, ni aun la policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar. Merece este detalle mención, porque a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del que pueden soportar tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o borracho, el brazo de los agentes. Las chacotas que levanta la caña
 en las bailantas del Alto Paraná, no son cosa de broma. Un machete de monte, animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta el bulbo el cráneo de un jabalí; y una vez, tras un mostrador, hemos visto al mismo machete, y del mismo revés, quebrar como una caña el antebrazo de un hombre, después de haber cortado limpiamente en su vuelo el acero de una trampa de ratas, que pendía del techo.
Si en bromas de esta especie o en otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía lo ignora. Viejo ya, esta circunstancia le hacía reír, al recordarla por cualquier motivo:
–¡Eu nunca estive na policia!
Por sobre todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos del obraje se llevaban allá mulas chúcaras, y Tirafogo iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados de la playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los árboles o caían en los barrancos, con el domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces, sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las muías.
–¡Eu gosto mesmo –decía– de lidiar con elas!
El optimismo era su cualidad específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su satisfacción de haber vivido tanto tiempo. Una de sus vanidades era el pertenecer a los antiguos pobladores de la región, que solíamos recordar con agrado.
–¡Eu só antiguo! –exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente el cuello adelante–.¡Antiguo!
En el período de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus hábitos para carpir mandioca. Este trabajo, a pleno Sol de verano, y en hondonadas a veces donde no llega un soplo de aire, se lleva a cabo en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Desde las once a las dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho de fuego. Éstas eran las horas que elegía Tirafogo para carpir descalzo la mandioca. Se quitaba la camisa, se arremangaba el calzoncillo por encima de la rodilla, y sin más protección que la de su sombrero orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se doblaba a carpir concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de sudor y reflejos. Cuando los peones volvían de nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba un pucho de su 
sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.
–¡Eu gosto –decía– de poner os yuyos pés arriba ao Sol!
En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un
 trémulo “Bon día, patrón” quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.
Era Joâo Pedro. Vivía en un rancho, lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género, aun en un país de obrajes, al borde de un terrenito anegadizo de propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba un poco de arroz –que todos los veranos perdía– y las cuatro mandiocas indispensables para 
subsistir, y cuyo cuidado le llevaba todo el año, arrastrando las piernas. Sus fuerzas no daban para más. En el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos. Aceptaba todavía algún trabajo de lonja que demoraba meses en entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un país totalmente transformado.
Las costumbres, en efecto, la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes, cuando no había
 límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breeches.
Desde el Pequirí al Paraná, todo era Brasil y lengua materna, hasta con los francéis de Posadas. Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y 
Joâo Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él. El primero había alcanzado los ochenta años, y Joâo Pedro sobrepasaba esa edad. El enfriamiento del uno, a quien el primer día nublado relegaba a 
quemarse las rodillas y las manos junto al fuego, y las articulaciones endurecidas del otro, les hicieron acordarse por fin, en aquel medio hostil, del dulce calor de la madre patria.
–E' –decía Joâo Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos del humo con la mano–. Estemos lejos de nossa terra, seu Tira... E un día temos de morrer.
–E' –asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza–. Temos de morrer, seu Joâo... E lonje da terra...
Se visitaban ahora con frecuencia, y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella tardía sed de la patria. Algún recuerdo, nimio por lo común, subía a veces a los labios de alguno de ellos, suscitado por el calor del hogar.
–Havíamos na casa dois vacas... –decía el uno muy lentamente–. E eu brinqué mesmo con os cachorros de papae...
–Pois nâo, seu Joâo... –apoyaba el otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía una ternura casi infantil.
–E eu me lembro de todo... E de mamae... A mamae moça...
Las tardes pasaban de este modo, perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.
Para mayor extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón. Se vieron huelgas de peones que esperaban a Boycott como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto.
Se vieron detenciones sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.
Joâo Pedro, vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el bolichero de trapo rojo, y aterido por el otoño ya avanzado, se encaminó a la costa del Paraná.
También Tirafogo había sacudido la cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su influjo, y el del viento frío que rechazaba el humo, los dos proscriptos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus
 mentes con la facilidad y transparencia de los de una criatura. Sí; la patria lejana, olvidada durante ochenta años. Y que nunca, nunca...
–¡Seu Tira! –dijo de pronto Joâo Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo largo de sus viejos carrillos–. ¡Eu nao quero morrer sin ver a minha terra!... 
E muito lonje o que eu tengo vivido…
A lo que Tirafogo respondió: –Agora mesmo eu tenía pensado proponer a vocé... Agora mesmo, seu Joâo Pedro... eu vía na ceniza a casinha... O pinto
 bataraz de que eu só cuidei...
Y con un puchero, tan fluido como las lágrimas de su compatriota, balbuceó:
–¡Eu quero ir lá!... ¡A nossa terra é lá, seu Joâo Pedro!... A mamae do velho Tirafogo...
El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor fe y entusiasmo que los de aquellos dos desterrados casi caducos, en viaje
 hacia su tierra natal. Los preparativos fueron breves, pues breve era lo que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no poseían ninguno, si 
no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la vez, como de sonámbulos, y que los acercaba día a día a la ansiada patria.
Los recuerdos de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de la gravedad del momento. Y caminando, y sobretodo cuando acampaban de
 noche, uno y otro partían en detalles de la memoria que parecían dulces novedades, a juzgar por el temblor de la voz.
–Eu nunca dije para vôcé, seu Tira... ¡O meu irmao mau piqueno esteve uma vez muito doente!
O, si no, junto al fuego, con una sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:
–O mate de papae cayóse umaz vez de mim... ¡E batióme, seu Joâo! Iban así, riquísimos de ternura y cansancio, pues la sierra central de Misiones no es propicia al paso de los viejos desterrados. Su instinto y conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento y el rumbo por los senderos menos escarpados.
Pronto, sin embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había comenzado uno de esos períodos de grandes lluvias que inundan la
 selva de vapores entre uno y otro chaparrón, y transforman las picadas en sonantes torrenteras de agua roja.
Aunque bajo el bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el agua no corre jamás sobre la capa de humus, la miseria y la humedad ambiente no favorecen tampoco el bienestar delos que avanzan por él.
Llegó pues una mañana en que los dos viejos proscriptos, abatidos por la consunción y la fiebre, no pudieron ponerse de pie.
Desde la cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de Sol que rompía tardísimo la niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero,
 alzó los ojos, reconociendo los pinares nativos. Allá lejos vio en el valle, por entre los altos pinos, un viejo rozado cuyo dulce verde se llenaba de luz entre las
 sombrías araucarias.
–¡Seu Joâo! –murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños– ¡E'a terra o que vôce pode ver lá! ¡Temo chegado, seu Joâo Pedro!
Al oír esto, Joâo Pedro abrió los ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.
–Eu cheguei ya, meu compatricio... –dijo.
Tirafogo no apartaba la vista del rozado.
–Eu vi a terra... E' lá... –murmuraba.
–Eu cheguei –respondió todavía el moribundo–. Vôcé viu a terra. E eu estó lá.
–O que é... seu Joâo Pedro –dijo Tirafogo–, o que é, é que vócé está decía morrer... ¡Vôcé nâo chegou!
Joâo Pedro no respondió esta vez. Ya había llegado. Durante largo tiempo Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo de tarde en tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se agrandaron de pronto en una expresión de infantil alborozo:
–¡Ya cheguei, mamae!... O Joâo Pedro tinha razâu... ¡Vou com ele!...

                                        * * * * * * 

               ESTRUCTURA del cuento:"Los desterrados"
1- Introducción     A- General. Mención a personajes e historias comprimidas: Juan Brown,          doctor Else y el químico Rivet.     B- Situar el tiempo: 30 años antes del momento en que el autor las          recopiló.2- Microhistoria de Sidney Fitz-Patrick.3- Microhistoria del cacique Pedrito.4- Perfil de Joao Pedro. 5- Historia de Joao Pedro:    A- llegada de Joao Pedro a Misiones    B- episodio del agrimensor    C- episodio del ganado del extranjero    D- primera parte de la historia de Joao Pedro y el estanciero del Iberá.          La paga    E- segunda parte de la historia de Joao Pedro y el estanciero.         Episodio de la venganza. 6-  Perfil de Tirafogo. 7-  Episodio de la doma de mulas. 8-  Optimismo y orgullo de Tirafogo por pertenecer a los pobladores más       antiguos. 9-  Episodio del carpido de mandioca.10- Presentación de Joao Pedro y  Tirafogo en el presente del narrador.11- Presentación del ambiente en el presente del narrador. Antes-ahora.12- Estilo directo. Recuerdos de la infancia de los personajes.        Sugiere idea del destierro en el tiempo.13- Referencia a acontecimientos políticos y sociales del presente.14- Preparativos del viaje y nuevas alusiones a recuerdos infantiles.15- Travesía.Nudo.16- "Llegada". Carácter simbólico.
                                   * * * * *